Datos personales

martes, marzo 29

Anaé se había despertado esa mañana de buen humor. Hacía sol pero no calor y eso le gustaba.
Se vistió rápido e incluso olvido recogerse el pelo con el lazo del mismo color del vestido. Decidió que la bolsa no sería necesaria y el material de pintura quedó olvidado bajo la ventana. Sentía esa alegría que se instala en el centro justo del pecho y te hace querer reír en voz baja constantemente. Bailoteó a la cocina dándose cuenta de que había olvidado los zapatos. La suave risa que se deslizó entre sus labios despertó al Sr.Thompson que dormía junto a la ventana. Se llevó una mano al rostro escondiendo una sonrisa, avanzó un paso hacia la habitación y rápidamente lo retrocedió saliendo por la puerta. Corrió escaleras abajo hasta estar en la calle.
La fría acera le hacía cosquillas en los pies descalzos, así que retomó la carrera. El pelo alborotado golpeaba su espalda cada vez que se alzaba en un pequeño salto. Poco a poco fue dejando atrás la ciudad. A cada minuto que pasaba el paisaje era más verde. Agotada rió infundiéndose ánimo al ver a lo lejos su destino. El brillante lago se extendía frente a ella invitándola. Antes de llegar a él se dejó caer sobre la hierba.
-Primavera. 
La palabra escapó de sus labios en un susurro mientras sus ojos se cerraban, recuperando el aliento que le había robado la ciudad. Anaé enredó los dedos en la húmeda hierba tirando suavemente de ella. Hundió los pies en la tierra y volvió a incorporarse. Un gorrión cantaba en un árbol cercano acompañando el sonido del viento.
Caminó muy despacio sobre el muelle. Las tablas de madera, curtidas por los años, crujían bajo sus pies descalzos. Iba dejando unas desdibujadas huellas a cada paso, pero eso no la detuvo. El agua acariciaba con delicadeza la orilla creando un murmullo de suaves versos. Se arrodilló observándose en la superficie. Pasaron los minutos hasta que fue bienvenida en ese rústico paisaje de una mañana de primavera. Se tumbó muy lentamente, en silencio, sobre la madera. Extendió los brazos hasta rozar con la punta de los dedos el agua. Las hondas que esta acción provocó fueron memorizadas al instante por sus ojos castaños.
Esa mañana la dedicaría a observar.
A sentir.


viernes, marzo 11

Encuentro inesperado.


Había prometido esperar a la chica blanca tras las clases. Anaé jugueteaba con un mechón de su pelo castaño. Lo enredaba en un bucle alrededor del dedo índice y volvía a soltarlo. Frunció los labios, tardaba mucho y se estaba aburriendo. De pronto algo llamó su atención y se olvidó de todo. Un objeto brillaba en el suelo reflejando con fuerza los rayos del sol. Sonrió agachándose para cogerlo sin apartar la mirada de este.
Antes de alcanzarlo sus dedos chocaron contra otros ajenos. Apartó la mano rápidamente alzando el rostro sorprendida por aquel inesperado contacto. La mano del desconocido alzó el plateado zippo prendiéndolo de camino a sus labios.
-E.
Sus labios se movieron por voluntad propia hasta pronunciar su nombre.  El aludido se dignó a mirarla a los ojos. Anaé estaba casi segura de haber leído una leve expresión de asombro en su rostro. No pudo por más que sonreír al notarlo. Se preguntaba qué haría allí tras tantos años. E. desvió la mirada al oír las pisadas acercándose del hombre rojo.
-Anaé. Te esperan dentro.
Ella con desgana desvió la mirada hasta el emisor de dichas palabras. Le sonreía amablemente señalando con un gesto desenfadado el interior de la universidad. E. exhaló  lentamente el humo de su cigarrillo en su dirección. La estaba mirando, reconociendo. Entonces comprendió todo. El profesor sustituto se despidió de ella marchándose con su viejo conocido. Ya no sería más el hombre rojo. Todo había sido una confusión.
Nerviosa se hizo una coleta mientras observaba el lugar en el suelo donde había estado el brillante zippo. En ese momento salió la chica blanca a su encuentro. La ignoró completamente. Tenía cosas mucho más importantes en las que pensar. Eran hermanos y tonta de ella los había confundido inconscientemente. Alzo la mirada para alcanzar a ver la espalda de ambos hombres alejarse.
Su hombre rojo había vuelto.
-E.


miércoles, marzo 2

El lienzo cobre.


El chico verde no dejaba de mirarla. Esa mañana Anaé no se había arreglado. Había cubierto su castaña melena con la capucha de la sudadera y se había enfundado unos pantalones oscuros.
Se dio cuenta de que la manga de su camiseta se había manchado. Un punto amarillo había sorteado la barrera de la bata y brillaba solitario sobre la oscura tela. Esto le hizo pensar.
Se levantó y caminó hacia el caballete del chico verde. Este le miró sorprendido. Estaba pintando una bonita puesta de sol en la playa. Los oleos descansaban sobre la paleta que sostenía su mano izquierda, mientras nervioso sostenía el pincel en la mano diestra.
-¿Has visitado ese lugar?
La voz de Anaé acarició los oídos del chico verde. Nunca antes le había oído hablar, así que estuvo muy atento. Paseó el pincel de una mano a otra pensando y sin levantar la mirada del lienzo contestó.
-Si.
Dejó el mango del pincel sobre su sien mientras su grave voz bailoteaba aún en la cabeza de Anaé. Ella desvió la mirada al lienzo buscando el significado entre las pinceladas de las siluetas que había creado.  Se dio cuenta de que el joven sentado que observaba la puesta de sol, no era otro que el chico verde.
-Lo encontraré.
Anaé desvió la mirada a sus ojos claros que le prestaban toda la atención. Se fijó en que se había manchado la mejilla. Sonrió al darse cuenta del color.
Verde.


martes, marzo 1

Anaé hoy no quiere jugar.


Los dedos descalzos de sus pies, sobresalían por el borde de la cama mientras ella miraba fijamente el reluciente día al otro lado del cristal.  Las ventanas del edificio de enfrente se habían vuelto blancas y reflejaban la luz del sol. Eso no le gustaba.
Su habitación estaba tan iluminada que no había sombras. Eso le gustaba menos.
¿Dónde se escondería ahora ese débil susurro que en ocasiones la visitaba? ¿Cómo dibujaría sin él?
Anaé estaba enfadada. Podía verse por las casi imperceptibles arrugas entre sus delineadas cejas.
Se incorporó y corrió las finas cortinas azul turquesa. De inmediato la habitación adoptó dicho color en cada una de sus superficies. Giró sobre los talones y con las manos sobre las caderas observó su obra.
-Azul.
Su suave voz en tan solo un susurro se escapó rápidamente por la ventana abierta. Fuera, un viejo gato la reconoció. El animal atigrado solo tuvo que colarse por la abertura para adoptar él también un tono turquesa.
Anaé no se dio cuenta de su presencia. Toda su atención estaba puesta sobre la delicada flor que mecía la brisa. La había cogido de vuelta a casa y ahora decoraría su escritorio hasta que se marchitase.
-Sr.Thompson.
El aludido maulló en respuesta subiéndose sobre la cama, mientras observaba como la chica sacaba una pequeña caja de debajo de la cama. En su interior, entre otras cosas había un retrato a lápiz.
Anaé lo extendió sobre la cama intentando recordar algo que sabía era importante. El minino se acurrucó en su regazo.  Iba a ser un día largo.
Los sábados eran muy aburridos.


lunes, febrero 28

Little Anaé.


Anaé no levantaba la vista de su pequeña muñeca de porcelana. Los perfectos bucles enmarcaban su rostro y la hacían perfecta. La niña sonrió. Era su muñeca preferida.
En un lugar oscuro y apartado E. la observaba.  Estaba recostado contra un árbol y tenía un libro sobre el regazo.  El libro era tan viejo y estaba tan usado, que la portada apenas se leía.
En cuanto se puso a llover guardó su valioso tesoro bajo su chaqueta. Anaé alzó la mirada y se encontró con la de él, sosteniéndola.
-E.
El chico desvió la mirada a sus labios cuando los castaños ojos de la niña se encontraron con los suyos. Había pronunciado su nombre. Estaba seguro, era una niña lista.
Anaé lo sabía, claro que lo sabía. Adecentó el lazo de su vestido con cuidado. Estaba empezando a mojarse, tenía que volver a casa o su madre se enfadaría.
E. le regaló una última mirada antes de levantarse y volver a desaparecer.
-No importa.
Anaé susurró a su muñeca. Volvería. Siempre lo hacía.
La guardó  en el bolsillo delantero de su vestido rosa y se puso en pie. Empezó a andar tranquilamente recordando los pasos de ballet que había aprendido ese día.


domingo, febrero 27

Rojo.


Un hombre joven entró en la sala. Anaé sonrió.
Era rojo, nada más verlo supo que era de color rojo. En su vida solo había habido una persona así. Sacó su libreta.
El profesor estaba de baja y el hombre rojo sería el sustituto. Anaé comenzó a dibujar sus rasgos con trazos rápidos y seguros. Guardaría el retrato del hombre rojo en la caja escondida que había bajo su cama. De este modo él ya no podría escaparse de su memoria.
Fijó la vista en ella. La ordenó bajar los pies de la silla. Anaé se abrazó las rodillas y con una risilla nerviosa le hizo caso. El hombre rojo la miró una vez más antes de comenzar la clase, asegurándose de que le había obedecido.
Retomó el rápido retrato a lapiz que había empezado. En el momento en el que el compañero a su lado hizo una pregunta, Anaé se frotó la nariz concentrada. Notaba un cosquilleo en su pie derecho que se había quedado dormido.
Cuando terminó se apresuró a guardar la libreta. El hombre rojo esta de espaldas a la clase escribiendo en la enorme pizarra. Anaé se preguntó si se limpiaría las manos de tiza en los pantalones, o las sacuduría entre sí.
El compañero a su lado tan siquiera tenía color. Tuvo ganas de empujar discretamente su bolígrafo azul hacia él. No lo hizo. No cambiaría nada, él no tenía color.
Un sonido llamó la atención de Anaé. El hombre rojo había sacudido las manos entre sí y se dirigía a la clase en su apasionada charla educativa. Sonrió divertida mientras volvía a subir los pies sobre la silla. Le gustaba el nuevo profesor.
Él era de color rojo también.


Verde.


Anaé se alejó un paso para comprobar que la pintura estaba quedando como ella quería. Mordía el mango del pincel mientras la estudiaba con detenimiento.
Su compañero de clase, el chico verde, la estaba mirando.
Sí, él era verde. Verde como los arboles que se veían a través de la ventana, verde como el color que manchaba su paleta, verde como los ojos de su abuela. A Anaé le gustaba el chico verde, por eso le había apodado así. Nunca había hablado con él. Cuando ella le miraba, el chico verde apartaba la mirada y simulaba estar haciendo cualquier cosa.
Anaé quitó con un dedo la pintura que decoraba la paleta. La acercó a su nariz hasta ponerse bizca y sonriendo lo limpió en su bata.
Sonó el timbre que anunciaba el final de la clase.
Guardó sus cosas y alisó con ambas manos su vestido azul.
Ella era azul. Sonrió. Todos tenían un color, Anaé les asignaba uno.
Ella era azul como el cielo y el mar. Como la pequeña cajita de música que escondía bajo su cama y como la manta que se echaba sobre los hombros su abuela en invierno.
Fuera la esperaba la chica blanca. El aburrido y monótono blanco. Quiso dar un rodeo y bajó un par de escalones de un salto.
Anaé!
Ella no se llamaba así, pero le gustaba creer que sí.
Saltó otro par de escalones. En la calle llovía. Se caló su boina francesa y dio un paso al frente mojando sus zapatos de charol. La chica blanca la seguía con un paraguas en la mano.
A Anaé no le gustaban los paraguas.
Aceleró el paso y sacó de su bolsillo derecho un caramelo de limón y un botón del jersey. Se metió el dulce en la boca y la chica blanco la alcanzó. No intentó cubrirla.
Llegaron al andén y Anaé tiró el botón beige a las vías. Se inclinó para verlo caer unos segundos antes de que pasase el tren. Las puertas se abrieron y entró de un salto. Los cristales estaban empañados y no pudo resistirse. Estirajó la manga de su jersey de lana e hizo un círculo en el vaho. La chica blanco la despedía con la mano. Anaé sonrió y apoyó su nariz contra el frío cristal.
Adiós, hasta mañana.